domingo, 12 de marzo de 2017

el asilo








El asilo no llega a ser dolor; en este andén con aroma a pañal, un tanto desvaído por la química de la limpieza pero que incomoda al visitante, los internos, vestidos con su chandal del decathlon, con sus batas de felpa, esperan en la puerta del comedor. Suena fuerte el timbre, primero pasan las sillas, luego los andarines empujados por piernas retorcidas y finalmente la fila de muletas. El mosén gordo del pueblo, con el alba sujeta por un cíngulo morado por debajo de su panza, entra en casa del agonizante. En la habitación, por la izquierda de la cama, pasa la luz del sol de la tarde matizada por unas cortinas para que no moleste al enfermo que se mueve inquieto, ese rayo de sol es un sarcasmo. El cura bisbisea unos latines incomprensibles;  las viejas que rodean la cama, ya sentadas ya de pie, rezan para sí, viejas con delantal gris, medias, bata y pañuelo negro con doble nudo elevando el colgajo de piel que les sobra del cuello. “Lávame y quedaré más limpio que la nieve”, repite el cura mientras con aceite marca una cruz en los pies, las manos y la frente del moribundo.