Pertenezco a un cuerpo de
funcionarios en la base de la pirámide jerárquica, al final de la cadena
productiva; de los que se ocupan de ejecutar hipotecas, lo que a veces me
recuerda el poema “el embargo” de
Gabriel y Galán. Frente a mi, cada
día, en la pantalla de visualización de datos, redacto providencias que empiezan siempre con un lugar y una fecha
y terminan con una firma.
Junto a mi mesa ocupa la suya una joven que a veces me mira; yo me centro en sus piernas y en sus tobillos. La “oposición” fue mi
alternativa a la albañilería, cansado como estaba de amasar cemento y
trasegar ladrillos a la orden de
capataces gallegos o asturianos de afinada puntería, cuya pasión era matar conejos con postas mientras la
plantilla abría zanjas entre cigarrillos
y risotadas fanfarroneando con cómo montaban a sus esposas; yo, por entonces, ya debía apuntar maneras porque no se dirigían a mí por el nombre
sino llamándome "secretario"; quizá fue
ese el germen de aquella vocación mía, y,
sin quererlo, aquellos capataces acerbos despertaron en mí este vicio por redactar providencias depuradas, precisas, sin descuidar ni la ortografía ni la prosodia, providencias enamoradas diría, en
ocasiones, cuando entre punto y
punto aprovecho para mirar la curva desnuda de los pies de mi compañera,
recogidos en sus zapatos clásicos de tacón más bien alto, como a mi me gustan.
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