Había momentos en los que nos invadía un sentimiento de felicidad
y era porque nos parecía que todas las piezas en las que se resumía nuestra
existencia encajaban. Todo era perfecto en las tardes de paseo hasta el
estanque de peces de colores donde crecían unos rosales primorosos, y del que,
con una bomba de mano, extraíamos agua para avivar las hojas de menta, la menta
con que la que perfumábamos nuestras manos y que refrescaba nuestras horas; en
fin… dios existía y nos amaba. Había momentos de un sentimiento de fatal
amargura y era porque nos parecía estar abandonados, como niños apestados, esos que arrinconados en el patio del colegio
soportan inermes crueles insultos. No había consuelo suficiente para nuestro ánimo
y caminábamos a tientas por entre las
horas infinitas; en fin…el tiempo era un
perro feroz que nos mordía. Había
momentos de inercia y era un empuje anónimo, una corriente que nos empujaba el
cuerpo y la voluntad por un reino inanimado, y no nos resistíamos porque daba igual dónde ir; como esas zorras viejas que corren hambrientas campo a través mirando temerosas hacia atrás, huyendo inútilmente de una amenaza que temen inmediata pero que no existe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario